“La camisa del abuelo”
Una mujer me contó una vez que tenía una camisa vieja.
No era de marca, ni elegante, ni particularmente bonita.
Pero era de su abuelo.
Él la usaba para todo. Para trabajar en la tierra, para arreglar cosas, para dormirse en la hamaca.
La tela ya estaba gastada. El cuello deshilachado.
Tenía manchas de pintura y de café.
El día que él murió, ella se la puso.
No como homenaje.
Ni como símbolo.
Sino porque todavía olía a él.
Dijo que durante semanas no la lavó.
Que cada noche, antes de dormir, se la ponía solo para sentir que él aún estaba cerca.
Y que lloraba en silencio,
pero también sonreía.
Porque dentro de esa camisa —aunque fuera solo por minutos—
él volvía a estar en casa.
Un día, sin pensarlo demasiado, la metió a lavar.
Y cuando salió, la camisa ya no olía a nada.
Se quedó un rato mirándola, como esperando que regresara el perfume de su abuelo.
Pero no regresó.
Y entonces entendió:
que no necesitaba olerla más para recordarlo,
porque ya lo llevaba puesto por dentro.
Desde ese día, guardó la camisa en una caja.
No como reliquia,
sino como testigo.
Porque lo que amamos de verdad no desaparece,
solo cambia de lugar.
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