La muerte no perdona
“Una vez, alguien me dijo que llevaba años odiando a su padre,
porque cuando era niño, él lo abandonó.
Que por mucho tiempo juró que si algún día lo encontraba, no lo perdonaría.
Ni un poco.
Pasaron más de veinte años.
Una noche, lo encontró por azar en una clínica, solo, envejecido, enfermo…
Y en lugar de venganza, le nació una pregunta:
‘¿Qué gané yo odiándolo todo este tiempo?’
Se sentó a su lado y lo acompañó hasta que murió,
sin grandes palabras, sin explicaciones,
solo dejando que el tiempo pasara, como si eso fuera perdón suficiente.”
Me dijo que no lo perdonó con palabras, sino con presencia,
que lo sostuvo en la muerte como él no lo había hecho en la vida,
y que ahí entendió el tipo de persona que él mismo había decidido ser.
“No lo hice por él —me dijo— lo hice por mí.
Porque el odio ya no me cabía en el pecho.”
No todos tenemos reconciliaciones así.
Pero a veces basta un acto que cierre una herida sin necesidad de hablarla.
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