La carta que nunca llegó
Tenía 14 años cuando su padre se fue. Dijo que era un viaje corto, que volvería con regalos. Pero no volvió. Ni ese mes. Ni ese año. Ni nunca. Durante mucho tiempo, ella le escribió cartas. Una por cada fecha especial: su cumpleaños, Navidad, el primer día de clases. Las guardaba en una caja azul debajo de su cama, porque no tenía a dónde enviarlas. Le contaba cómo había crecido, lo mucho que lo necesitaba, y también lo que había aprendido a hacer sin él. Cuando cumplió 30, encontró la caja. No la había abierto en años. Leyó cada carta como si se las estuviera leyendo a una niña que ya no existía. Y entonces escribió una última: “No sé si algún día la leas, pero si alguna vez te preguntaste si me afectó tu ausencia… la respuesta es sí. Pero también aprendí a vivir sin ti. Y eso, papá, también es una forma de amor.” Luego quemó todas las cartas. No por odio. Sino por cierre. Porque hay ausencias que no se llenan, pero sí se aceptan.